sábado, 6 de diciembre de 2008

Una perla en el olvido











6 de diciembre de 2008


Esta mañana, por fin después de tres intentos, de un plantón y un retraso por mi olvidadizo compañero de viaje, mis pies tomaron tierra en las afortunadas calles de Bonn. No tengo idea de por qué me sentí atraída por su nombre la primera vez que se cruzó en mi mente como posible destino a visitar, pero el hecho es que, desde entonces, ha estado presente como una molesta espina que angustia hasta que se consigue sacar del todo. Pues bien, hoy me la he sacado, aunque el sabor adictivo que me ha dejado en la boca ha provocado en mi la necesidad de volver pronto a recorrer todo lo que no he podido esta vez para saciar la sed de su aroma.


Extrañamente, antes de pisar las calles podía percibir en mi imaginación una parte de la sensación que me ha producido esa ciudad. Era algo que derivó de la sorprendente paradoja que me resultó comprobar que mucha gente no conoce la ciudad a pesar de que ha sido la capital de la Alemania federal hasta 1990, y eso es prácticamente nada. Sin embargo, la monstruosidad poderosa que el nombre de Berlín evoca ha eclipsado totalmente a las modestas cuatro letras que componen la pequeña y hermosa Bonn.


Y así es. Se respira ese olvido, esa “calma después de la tempestad”, pues la tormenta de frenético movimiento se ha trasladado al otro lado del país, y en sus calles parece rondar el recuerdo silencioso de lo que una vez fue, todavía impregnado en sus muros, como el olor de un perfume permanece en la ropa durante horas, resistiéndose a desaparecer, testigo de la pasión intensa que se desprendió del contacto con la piel.


La ciudad nos recibió con lluvia y bajo los ancianos muros de su catedral se apaciguó su fuerza. Extraño edificio. Una de las catedrales más antiguas de Alemania, no destaca no obstante por su tamaño, ni por su monumentalidad. Su belleza es enigmática, diferente, casi tímida. Sus muros son altos, pero sus torres no miran a la plaza con altanería, si no con ternura. Sus vidrieras pequeñas se abren en abanico a la luz, pero sus colores grises y oscuros nada tienen que ver con las orgullosas vidrieras de Colonia. Su claustro, sereno, tranquilo, se abraza a la catedral como un anciano al cayado que sustenta su cuerpo. La hierba fresca que alfombra el interior del mismo es tan verde que pareciera brillar aún sin sol alguno que le robe destellos. Allí, acuden las lolitas, muchachas con extravagantes vestidos góticos, de los que tantas horas he mirado en internet, a reunirse y pasearse entre sus muros, como una parte más que completa un cuadro perfecto.


A su lado, la plaza del mercado estaba hoy repleta de casitas adornadas con luces, muérdago y lazos, que despedían una mezcla de olores que hacía imposible resistirse al hambre y la gula. Crêpes, salchichas, dulces de chocolate y el típico Gluhwein (vino caliente) se mezclaban con puestos de los más diversos objetos. Lo atravesamos tratando de esquivar la tentación, para llegar al principal e inevitable destino en la ciudad: la casa de Beethoven. Creo que debo dedicar esta entrada a un buen amigo que en tantas noches que compartimos juntos provocó que hoy lo recordase en numerosas ocasiones. Pues bien, Ale, esta ciudad parece hecha para ti.


Se respira cultura por los cuatro costados, pero no una cultura arrogante, presumida y presuntuosa. Una cultura de callejón, de metro y de trastienda de bar que lo impregna todo. Y gran parte de esa cultura gira en torno al compositor que la ciudad mima hoy como su más preciada joya. Su casa, hoy el museo más grande dedicado al músico, sostiene su fachada apoyada entre dos edificios que la sujetan con orgullo, casi como si se supieran poseedoras de un auténtico privilegio. Escaleras estrechas, suelos de madera crujiente y sin pulir, ventanas pequeñas y un pequeño jardín trasero fueron testigos en su momento de los primeros pasos, caídas, cantos y risas de un hombre que hizo historia además de música. Allí se pueden ver algunas de sus partituras, libros, instrumentos, aparatos para la sordera, cuadros, objetos comunes… Tres de sus pianos (uno de ellos réplica de un regalo de Thomas Broadwood y otro un Conrad Graf) descansan en su casa esperando ser tocados algún día, tal vez por el fantasma de lo que algún día los hizo vibrar, así como el primer órgano que Beethoven tocó, un ejemplar de tres teclados. Es una información resumida de lo que allí se puede encontrar que servirá para que muchos os hagáis una idea y también para poner los dientes largos a quien estas letras están dedicadas.


Antes de terminar nuestro corto viaje de nuevo entre el bullicio del Weinnachmarket, perdimos nuestros pasos por la alameda que separa la actual Universidad de Bonn (qué delicia sería estudiar todos los días entre esos muros) del castillo de Poppelsdorfer. Ésta fue pensada inicialmente como palacio residencial para el príncipe, siendo el castillo planteado como su segunda residencia (¿segunda residencia? Le sobraría una centésima parte de la primera!!!) pero finalmente ha terminado por ocupar el rectorado de la Universidad así como algunas titulaciones de letras.


Nuestros últimos coletazos nos llevaron a descubrir un rincón singular oculto entre el gentío del mercado. Un pequeño puesto donde la gente pega sus citas preferidas en un tablón de corcho, y los mezcla con deseos garabateados en un papel que consumen su tiempo en aquella pared improvisada bajo el cálido humo del vino caliente. Allí, de nuevo, un nombre me recordó a ti: Oscar Wilde. La calidad de la imagen no es muy buena, pero en este caso la caligrafía no es manual. Espero que algún día lleguemos a descifrarla para ti.


Muchas cosas nos han quedado sin ver. Muchos museos, muchas calles, el paso del Rhin por entre sus brazos… Cosas que pasarán a la lista de tareas pendientes, adelantando a otras que habían sido escritas con anterioridad pero que, tal vez, no tengan su momento todavía.
Merece la pena perderse entre sus calles y sentir la majestuosidad que un día ocupó el protagonismo en el país, y que hoy recibe a los visitantes con orgullosa humildad.