jueves, 18 de septiembre de 2008

La hora del adiós


19 de septiembre de 2008.



Es extraño comenzar una historia de esperanza con la desesperanza que producen las despedidas. Los primeros minutos de este viernes 19 han traído un aparente sosiego tras un día en el que mis piernas han tenido que competir en fuerzas con mi propia mente. Una mudanza es siempre trajinosa, pero el agotamiento que ahora mismo me invade sabe a nostalgia.



Esta noche, la Ciudad Gris se ha vestido con un hábito brillante que no recuerdo haber contemplado en mucho tiempo. Traidora, ha querido despedirse de mi mostrándome un encanto del que hasta ahora ha querido privarme para atenazarme la boca del estómago mientras paseaba una última vez por entre sus ruínas.


Las puertas del parque permanecían abiertas, como un vestigio fantasmal al que la medianoche concede un elegante vestido y unos zapatos de cristal para convertirse en el romántico refugio de las mentes noctámbulas.


La rosa de los vientos que mira a las tranquilas aguas de la dársena me indicó el lugar en el que está mi futuro. Curiosamente, la aguja no sólo señalaba mi próximo destino, si no también mi pequeña cueva, más perteneciente ya a mi pasado aunque sea desde ella donde escribo estas palabras. Curioso que mi pasado y mi futuro parezcan coincidir en dirección.



Una cena entre amigos que me llevaré en pequeños trozos de papel donde los consejos y buenos deseos mancharon las hojas de tinta negra cierra un ritual de adioses que ha resultado tan atropellado como dificil de asimilar. Las cajas de carton que se acumulan a los pies de mi cama componen un mobiliario al que no estoy acostumbrada después de tanto tiempo entre estas cuatro paredes. Pareciera que hubiesen absorvido mi vida hacia su interior, dejando las paredes desnudas de mi rastro. Desde mi cama puedo sentir la brisa suave que esta noche me ha brindado sus caricias al pasear. El sonido siempre eterno del puerto se ha acercado una vez más a acunarme mientras devoro los últimos minutos de vigilia. Sin embargo, un sonido echo de menos esta noche. Mis pequeñas mascotas libertinas, las gaviotas, no han querido asomarse al nido. Probablemente, no les gusten las despedidas. Tampoco a mí.



Mañana quedará, no obstante, una despedida más que me aprieta el corazón. La de mi propia vida, la vida que se ha construído en torno a mi en los últimos seis años que he pasado aquí, la vida de la que trato de huír. Han sido años en los que el color gris de esta ciudad ensombreció mi propia tez, que ahora reluce del blanco que marca la ausencia forzada del sol. En estos años, la esperanza y los sueños se han ido desvaneciendo al mismo tiempo que el tono de mi piel y mañana, por fin, mis pies tomarán un nuevo rumbo con la ilusión de encontrar de nuevo aquello que perdí entre los cimientos de mi juventud. Será una despedida intensa en el que una mirada habrá de soportar el rastreo intenso de los rincones que mi memoria pretenderá guardar ávidamente, un silencioso intercambio de reproches y disculpas que quizá forjen una reconciliación. Mañana, la soledad que me ha acompañado fielmente todos estos años, quizás decida permanecer al lado de la Ciudad Gris cuando le diga adiós, y me sonría traviesamente detrás de sus muros de hormigón mientras me alejo.



Quizás mañana sea el comienzo.



Quizás mañana.


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